El desarrollo de la Inteligencia Artificial, aún incipiente pero en proceso de expansión a pasos agigantados, plantea una serie de retos jurídicos en el ámbito de la responsabilidad (¿quién responde por los fallos o incluso delitos cometidos por la IA?) pero también en el ámbito de los derechos: cada vez con más frecuencia encontramos programas capaces de autogenerar contenidos, que pueden ir desde una obra pictórica a un artículo periodístico, pasando por una canción pegadiza. Generados a partir de un algoritmo y con una selección de contenidos en función de las “decisiones” del programa. Estas obras, además, van ganando en complejidad y riqueza, y pronto serán indistinguibles de las realizadas por un ser humano.
Hasta ahora el Derecho de la Propiedad Intelectual ha considerado que sólo puede ser autor una persona. (Art. 5 Ley Propiedad Intelectual: “Se considera autor a la persona natural que crea alguna obra literaria artística o científica“). Lo cual quiere decir que las obras generadas por una máquina serían obras sin autor, es decir, sin restricción ninguna para su uso, difusión, transformación o disfrute por cualquier tercero. Nadie tendría derechos sobre estas obras.
Hay dos formas básicas de afrontar este reto: una posibilidad es negar la posibilidad de generar derechos de autor, con lo cual tendríamos esa extraña figura de “obras sin autor”, arte o belleza creadas de forma autónoma al margen del ser humano, un tipo de autoría hasta ahora reservada a la naturaleza cuando, en su automatismo, generaba el diseño de una hermosa flor o un paisaje. Y otra posibilidad es entender que la propiedad intelectual de una obra generada por un software pertenece al autor de ese software. Una decisión más práctica, por la que se decanta por ejemplo la legislación de Hong Kong, que resuelve bastantes problemas pero no queda libre de controversia, pues el programador es indiscutiblemente autor del programa, pero es más difuso concluir que sea “autor” de la obra generada con su algoritmo.
En mi opinión este nuevo escenario obliga a crear un nuevo concepto que podría ser mixto: considerar que hay obras sin autor, pero con un derecho de difusión y explotación a favor del propietario del software que las generó.
No acaban ahí los problemas: imaginemos que un programador crea un software capaz de generar una obra artística, pero que es el usuario (si hablamos de una app por ejemplo) quien debe introducir determinados parámetros, por ejemplo elegir la temática o el estilo estético de la obra resultante… ¿A quién atribuimos esos derechos sobre la obra entonces?
Los Derechos de Propiedad Intelectual han sido los más afectados por los cambios producidos en la tecnología durante casi todo el siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno, obligando a los juristas a afinar y precisar cada vez más los distintos conceptos jurídicos en juego. Parece que esa tendencia seguirá existiendo, y tendremos que redefinir nuestros conceptos de autoría, como paso previo a lo que, en unas décadas, podría llevarnos hasta la concesión de personalidad o humanidad a las propias inteligencias artificiales.